sábado, 10 de abril de 2010

Lejos...



Hay un pequeño pueblo medio abandonado, con unos pocos habitantes, en medio de valles y montañas, dónde apenas existe cobertura de telefonía movil y dónde esos pocos habitantes te hacen la vida agradable, te abren sus humildes casas y por decirlo de alguna manera también su corazón.

Conocí ese lugar hace varios años, cuando aún vivía mi suegro. Él nació en ese pueblo al igual que sus padres y esa casa familiar de gruesos muros de piedra, pizarra en el tejado y un buen fuego en la vieja chimenea en el invierno me cobijó en más de una ocasión, cuando necesitaba descansar y escapar de la rutina diaria de este mundo de locos.

Me gusta el mar y no puedo vivir alejada de él mucho tiempo, pero la montaña tiene algo que me atrae pues nací y pasé mi infancia en un pueblo, en plena naturaleza.

Recorrer esos caminos y senderos, respirar el aire puro, sentir los rayos del sol en mi piel, no escuchar ruídos, bocinas, voces, sólo el sonido de algún cencerro colgado al cuello de alguna vaca pastándo en el prado ó el murmullo del agua del arroyo y en las noches el aullido de algún lobo a lo lejos ó alguna lechuza posada en el alto ciprés del pequeño cementerio.

He regresado a ese lugar una vez más con la sola compañía de mi perrita Luna y me he vuelto a encontrar a mi misma.
He recuperado la serenidad y tranquilidad que necesitaba para continuar adelante con mi vida, sin sentirme culpable por las decisiones tomadas.

Sé que es lo correcto.
Sé que alguien se sentirá herido, pero me siento fuerte para dar ese paso y dejar atrás proyectos que no se llevará a cabo y no porque no se haya luchado por ello, pero las cosas ocurren por algo. Siempre hay un lugar y un tiempo para cada una de ellas.
Ese tiempo ha pasado y ni yo ni nadie es culpable por ello.

La vida continua y algún día regresaré de nuevo a ese pueblo perdido en las montañas de Lugo y recordaré esto como una vivencia más en mi vida.


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